La irrupción de Viagra, una píldora aseguradora
de erecciones, más que una cura para varones contritos
es síntoma del mal estado en que se encuentra el amor.
Es previsible que generará
adicción, y que variarán las estadísticas
(hace no mucho, una encuesta
realizada en Florencia reveló un porcentaje casi sideral
de varones impotentes),
pero no cambiará nuestra erótica. Si bien se puede
fantasear con legiones de priápicos compitiendo en olimpíadas
de coitos, y ya ha producido una explosión en las más
importantes bolsas financieras del mundo, el nuevo fármaco
está lejos de combatir el mal.
Vivimos con un amor que no se corresponde con las
exigencias de la vida, y eso se debe, en gran medida, a que no
ha cambiado la literatura amatoria.
Si se lo mira desapasionadamente, no queda duda de que el amor occidental, así
como lo conocemos, es un problema de banda sonora. Desde el punto
de vista de los varones, que dieron pie a esta ideología,
la diferencia entre esos lagrimeríos -o desaguaderos- que
son el tango y el bolero, consiste en que en el primero la mujer
se fue, en tanto que en el segundo, todavía, ella está
ahí.
Y todo porque en el
alto medioevo ciertos trovadores resentidos, aprovechando que
el señor feudal se llevaba a Dios a las cruzadas, salieron
a cantarle a las damas, que resplandecían en el balcón,
para conformarse con mirarlas hacia lo alto y pedirles prendas
de entrega espiritual.
El problema de todo este invento, como se ha teorizado, es que
para después del año 1000 Dios ya había
emprendido la retirada, y algunos poetas dieron en trasladar
el amor al Altísimo hacia un punto un poco menos cenital,
y elevaron en su lugar a las mujeres, dando nacimiento a la Amada.
Sin duda, esta Amada comporta una herejía, y así
lo reconoció Calixto más tarde, cuando se definía
como enamorado (Melibeo soy), algo que no cambió demasiado
en nuestros días si se atiende a la letra
del bolero que afirma perdonar la traición y atesorar la
memoria del ser amado junto a Dios. El milenio transcurrido
desde las primeras andanzas trovadorescas, de todas formas, permite
observar, en la irrisión bolerística, la propia
caricatura de las fórmulas provenzales.
Si las recetas de los trovadores resultan cursis, el prestigio
atávico de la letra impresa -y de la buena literatura- consiguió amonedar el Amor que conocemos hasta hoy. Tristán e Isolda, o la Beatrice de Dante, también
respondían a ese vacío de trascendencia con amores
entre mortales desaforadamente espiritualizados,
pero la piedra inamovible la puso el florentino Petrarca, usina
de la lírica y de todas las amadas en verso que habrían
de llegar. Su Laura fue, de ahí en más, el porvenir
monumental de todas las pasiones y la cámara de eco que
resuena en cada canción dulzarrona, en las extravagancias
de la ópera, o en los poemillas atolondrados que se cierran
de apuro en los cuadernos de las colegialas.
Curiosamente, uno de los mejores contravenenos para esta milenaria
alienación amorosa fue compuesto por uno de los mejores
amigos de Petrarca y, si bien se lo considera un clásico,
y se admite que sin él no pudo haber Renacimiento, se lo
ha relegado a uno de los olvidos más alevosos, que consiste
en hojearlo pero no leerlo en serio. Tal vez porque su obra cumbre
sabe ser en muchos momentos risueña, desenfadada, y licenciosa.
Pero acaso se deba a que, de prestarle verdadera atención,
hubiera deshecho la vaporosa enajenación del Cancionero
petrarquesco. Su obra, El Decamerón.
Su nombre, Giovanni Boccaccio.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 24
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